La necesaria aceptación incondicional en el matrimonio
Quién no pensó en esto alguna vez? «El amor todo lo puede», es una frase común que representa nuestro anhelo de cambiar lo torcido en el otro. «Si me ama va a cambiar», ilusión que pensamos cuando comenzamos una relación con la esperanza de que el otro cambie cosas que no nos gustan. «Yo lo voy a hacer cambiar», decisión desacertada e inútil que pasa por nuestra mente y nos encamina a un juego sin fin, donde lucharemos una lucha estéril, estéril desde el comienzo, que tiene la firma de la derrota, por tratar de hacer cambiar al otro. Primero a través del romanticismo y nuestro lado bueno. Hasta que tiramos la toalla y comenzamos a ejercer presión con toda nuestra artillería pesada.
Entonces surge la descalificación:
¡Siempre sos el mismo/a!
¡Nunca vas a cambiar!
¡Sos igual que tu padre/madre!
¡No cambiás porque no me querés!
.. Y podríamos enumerar muchas frases que representan nuestras estrategias para conmover, por las buenas o las malas, al cambio en el otro.
Nadie cambia antes
Pero, como seguramente usted ya lo está pensando, nadie puede hacer cambiar al otro. Yo cambio cuando quiero cambiar, cuando me doy cuenta de esa necesidad. ¡No antes!
Cuando nos enfrascamos en hacer cambiar al otro comienza lo que hemos llamado la «lucha de poder». Quién es más fuerte, más hábil, más inteligente, para lograr el cambio en el otro. Quién va a ganar la discusión, quién le va a torcer el brazo al otro, para cambiar.
Esa lucha puede escalar hasta llegar a la violencia, al maltrato, y hacer sentir a ambos miembros de la pareja que «nos casamos con la persona equivocada».
¿Cuál es el problema? El problema es que queremos que el otro encaje en nuestro modelo acerca de cómo debería ser la pareja, cómo deberían hacerse las cosas, pensarlas, sentirlas, etc., etc. ¡Y si no lo haces así es porque no me amas!
¡¡¡Tremendo error!!! Hemos comenzado por el lado equivocado. Como señalábamos en entregas anteriores, mi pareja no me va a completar, no me va a dar lo que me falta. Lo que me falta, mi baja autoestima, mis carencias afectivas, mis duelos familiares, los tengo que solucionar yo. Como bien lo dijo alguien: «No te cases para ser feliz, ¡sé feliz primero y entonces cásate!».
¿Cuáles fueron tus expectativas cuando fuiste a formar tu pareja? Responder a esta pregunta va a traer luz acerca de las frustraciones que estás sintiendo por no poder cambiar al otro.
La tarea es ser cónyuge
Ahora bien, si no es mi tarea hacer cambiar al otro, ¿cuál es entonces? La de ser cónyuge. No hay tarea más sublime que la de ser un cónyuge. Alguien que tira la misma carreta con el otro, la carreta de la vida, buscando su bien todos los días de mi vida. No el mío. El del otro.
¿Y mis necesidades? ¿Puede el otro ser funcional a mis necesidades personales, a mi desarrollo personal? Esa mirada nos lleva al fracaso, al término de la relación porque «esta pareja ya no me sirve».
Cuando la pareja es funcional a ambos cónyuges, se encuentra conformada por dos personas maduras, capaces de vivir el uno sin el otro, se han permitido realizar sus metas personales y cuentan con que el cónyuge legitimará su identidad, la lucha de poder se presentará como un obstáculo que la pareja debe enfrentar para conseguir adaptarse a los problemas de la cotidianeidad. Ya no como una lucha por hacer cambiar al otro a mi modelo. Sino más bien luchamos juntos para derrotar los obstáculos que nos impiden el acercamiento y la convivencia provechosa para ambos.
La intimidad solo es posible si se abandonan las demandas afectivas infantiles, cuando entendemos el propósito de la pareja, y mi rol dentro de ella. Cuando comprendemos lo que significa «buscar el bien del otro antes que el mío» (cf. 1 Cor. 10:24), y no lo hacemos con una actitud de resignación, porque no me queda otra, si no por la alegría de dar al otro sin esperar nada a cambio.
Una entrega sublime
Para llegar a esto solo necesito sentirme completo, adulto, satisfecho con mi identidad, al punto de no temer perder nada por dar, sino estar dispuesto a entregarme al otro en forma completa. Por lo tanto, quiero el bien del otro antes que el mío, no demando, no pido, no obligo ni chantajeo para lograr lo que quiero. No someto al otro con mis demandas de cambio. Lo acepto tal como es, valido su persona y lo respeto.
Es por eso que el matrimonio nos desafía a una entrega sublime al otro. Digo «sublime» porque es Dios quien nos lleva de su mano a entregarnos cotidianamente al otro. Dice Bismarck Pinto:
Amar no es hacer feliz al otro, amar no es poseerlo, tampoco apasionarnos por la eternidad, amar es construir un espacio para atestiguar la existencia ajena. Estar para que el amado pueda ser. Es un proceso de constante reconocimiento que nos obliga a abandonarnos para esforzarnos en el conocimiento del otro, a la par que construimos metas conjuntas nos dejamos ser.[1]
Muchos años antes, el apóstol Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, nos revela una verdad incontrastable, al enseñarnos que el amor es dar sin esperar recibir, es entregarnos al otro en una actitud de fe, fe en Aquel que instituyó el matrimonio, cuando termina su párrafo con estas palabras: «Por eso les repito: cada hombre debe amar a su esposa como se ama a sí mismo, y la esposa debe respetar a su marido» (Ef. 5:33 NTV).
El matrimonio funciona cuando entendemos que nuestra tarea es amar, antes que intentar hacer cambiar al otro. El fracaso está a la puerta cuando lo hacemos de esta manera. Y no nos damos cuenta de que estamos intentando hacer cambiar al otro porque nosotros mismos estamos inconclusos, no hemos llegado a ser adultos, nos falta «dejar padre y madre». Por eso, el matrimonio es un proceso sin fin, donde permanentemente debemos dejar para avanzar. Morir para vivir. Perder para ganar.
Dios nos da fuerzas para seguir cuando aceptamos esto, y vivimos cada acto de amor en nuestro matrimonio como un acto de fe. Mirando lo que no es como si fuera. ¡Dios bendiga tu vida y tu matrimonio!
Fuentes y referencias:
Pinto, B. (2012). Psicología del amor. La Paz, Bolivia: Editorial SOIPA.
Por Ernesto Yoldi
Médico psiquiatra y terapeuta familiar argentino. Autor del libro ¿Cómo criar hijos sanos? (2016, Certeza). Ha desempeñado el ministerio de la consejería por más de treinta años y participado como conferencista y expositor en múltiples eventos relacionados con la vida matrimonial y familiar. Es líder del ministerio de familias de la Iglesia de Cristo Tucumán, junto a su esposa Adriana, destinado a fortalecer a la familia. Es director de las diplomaturas en Asesoría Familiar y Asesoría de Pareja, destinadas a capacitar consejeros familiares y de pareja y certificadas por la Facultad Internacional de Estudios Teológicos (FIET).